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sábado, noviembre 23, 2024
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Pluma Libre… Si tú no lo haces, ¿quién?

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Por Nakachi

  • Si tú no lo haces, ¿quién?

SAN MIGUEL Y EL CAMBIO DEL DRAGON AL DEMONIO

La víspera de las fiestas pascuales, esa mañana el obispo Ruiz lucía radiante departiendo con su grey de seminaristas. Iba acompañado del P. Leoncio, director espiritual del seminario y responsable de la formación de los nuevos sacerdotes. Estaban a unos días de recibir el sacramento del sacerdocio.

Todo era fiesta en el lugar, esa generación estaba a unas horas de celebrar su cantamisa. En su discurso, el obispo insistía en eso del celo religioso.

De entre los alumnos estaba Pedrito, un novel y entusiasta discípulo que gozaba de formular preguntas capciosas o desafiantes que siempre metían en aprietos a sus maestros. La mayoría sacerdotes seniles que los distinguía su conservadurismo.

−Su excelencia, ¿el homicidio tiene justificación? ¿Dios nos perdonaría? –preguntó con tono de inocencia−. Es algo que siempre he preguntado pero no me satisfacen del todo las respuestas de los profesores.

Un silencio dubitativo se apoderó de todos. Pero el obispo, sabio como suelen ser estos prelados, respondió con esta historia.

“A ver caballeros, están a unas horas de matrimoniarse con Cristo Jesús. No dudo que estos años hayan aprendido muchísimo del dogma y de la Palabra. Comparto con ustedes esto que sucedió hace no mucho.

Hace tiempo conocí al hermano Enrique. Es un hombre bueno, podríamos decir, exitoso. Casado, padre de dos hermosas hijas, muy pacífico, se distinguió siempre por su espíritu conciliador.

Sepan ustedes que escogió el servicio a la Iglesia por medio del diaconato. En su faceta clerical en ese tiempo trabajaba impartiendo clases de filosofía en la UNAM. Sólo que un día que se hallaba en clases, una llamada a su teléfono móvil irrumpió la calma del hermano.

−Enrique, mi amor, sé que estás trabajando pero… Nuevamente volvieron a abrir la casa. Rompieron la chapa y se llevaron la pantalla del comedor y en la cocina se ve un relajo… Me dio miedo y no quise asomarme más. Estoy en la calle, ¡ven por favor!

−… ¿Pero estás bien?

−Sí pero necesito verte… A Luz y Marian no les he dicho nada. Sólo les llamé para verificar que estuvieran en la escuela.

−¡Voy para allá, espérame en la casa de la vecina Carolina, no tardo!

Sin dar explicaciones a sus alumnos, tomó sus cosas y se perfiló con dirección hacia su casa.

En una especie de maldición, por si fuera poco el asalto a su hogar –en dos meses ya había sido víctima del hurto a casa habitación en dos ocasiones− era viernes y el tráfico en la avenida de los Insurgentes era caótico.

De imaginar a su esposa aterrada de miedo a él le llenaba de impotencia. Le confortaba saber que sus dos hijas estaban en la escuela. Ni siquiera se atrevía a imaginar qué sucedería si les pasara algo.

A su cabeza perturbada le llegaba un sinfín de preguntas. No concebía quién pudiera estarse metiendo a su casa. Tampoco había iniciado una denuncia formal ante las autoridades porque en realidad se le hacía una pérdida de tiempo, no creía en la justicia de la autoridad civil.

Por el modus operandi algo sí le quedaba claro, el ejecutor de los atracos anteriores seguía el mismo patrón: aprovechaba la ausencia de la familia, revolvían todo lo que podían, como anunciando una sarta de amenazas por medio del desorden, y se llevaban lo que a su paso encontraban.

Aun, reconstruyendo las cosas, algo también era evidente: quien fuera, dejaba indicios de tener identificados sus movimientos y era donde aprovechaba para meterse hasta la cocina. Sentirse vigilado de ese modo le llenó de horror. Lo creía en las películas, vivirlo era otra cosa.

Cuando llegó al encuentro con su esposa la escena no podía ser más desgarradora. La señora temblaba de pavor y nada podía calmar su acongojada alma. El hermano conmovido, respondió con un abrazo efusivo.

De esos que se filtran hasta el alma como diciendo todo sin necesidad de pronunciar una sola palabra.

−Tranquila mi amor, aquí estoy para cuidarte. Lo bueno que no pasó a más. Estamos todos bien.

En cuanto pudo, entró a su casa para atestiguar que no solo se había llevado pertenencias materiales, sino consigo y quizá lo más preciado: su tranquilidad. Entre el revoltijo halló una nota en su recamara que estrujo su interior:

      “Saludoz… Deceo que estéz vien… Vueno, si es que puedes…”

       La leyenda decía poco pero su tono burlón y su ofensiva cacografía hacía crecer la incertidumbre. Por razones de seguridad no le dijo nada a alguien sobre la nota. Pero algo se había apoderado del hermano que no pudo ser el mismo.

El miedo conjugado con la actitud de vigía hizo que toparse al ladrón se le volviera una obsesión. En la disyuntiva por escoger entre el espíritu del Quinto Mandamiento y la seguridad de los suyos, se le aparecía la duda. La ley y el amor convergían pero se presentaban ante él como una torre de confusión.

La emoción expectante poco a poco fue haciéndose menos. Quiso aparentar que nada había pasado. Todo fue regresando a su estado de cotidianidad. Tanto así, que hasta llegó a crearse en sí que todo había sido una fantasía. Lejos estaba de saber que el salteador es rapaz y sigiloso, jamás hay que confiarse ni bajar la guardia.

Esa tarde todo lucía en su punto de normalidad. Por razones administrativas había regresado a su casa a recoger unos documentos que le habían solicitado en la Universidad.

Los tomó lo más pronto posible, queriendo evitar el tráfico de la hora pico. Venía en su carro escuchando su sinfonía favorita: la Tercera de Beethoven. Atrapado en ese ambiente catártico que la música clásica provoca, meditaba sobre la prisa en el mundo cotidiano. Recordó la frase de Monterroso:

“En las vías rápidas siempre suceden accidentes”. Masticando esas palabras fue que de momento le regresó una angustia súbita, había olvidado uno de los documentos que le había solicitado en Rectoría. Su descuido lo hizo regresar a casa. “No cabe duda que Monterroso tenía mucha razón”, se respondía.

No llevaba muchos minutos fuera de su casa  que cuando regresó pudo intuir que algo no marchaba bien. Más cuando encontró la puerta de su recamara abierta –acostumbraba mantenerla cerrada en una especie de talismán para contener el Espíritu Santo en su alcoba−.

Precavido y con la agitación de su corazón que se disparó a mil por hora, el miedo repentino le detonó un estar dispuesto a lo que fuera. Alzó la guardia y en un movimiento ágil de abrir y cerrar los ojos ya estaba encima del ratero. Lo había hallado infraganti y por fin lo tenía frente de sí. Cegado por la ira lo golpeó hasta cansarse e ir sacando todo el producto acumulado entre miedo, odio, ira.

El ladrón venía esbozado bajo un antifaz que cuando Enrique lo despojó, reveló su verdadero rostro. Se trataba de Luis, un exmiembro de la comunidad de sacerdotes lasallistas que años atrás había colgado el hábito por irse con una monja. Lo poco que se sabía es que la madrecita lo había engañado con un sacerdote diocesano y de la noche a la mañana ambos desaparecieron.

Todo fue tan extraño que fue como si la tierra se los hubiera tragado.

En lugar de aquietar su trastornado ímpetu, Enrique siguió golpeando a Luis hasta cansarse. Estaba como si el mismo demonio le hubiera prendido una mecha en su alma.

−¡Por qué yo Luis? ¡No me meto con nadie, no te hice ningún daño para que me hagas esto! –Preguntó. Pero Luis no contestó.

Fue ese silencio lo que desató mayor ira en Enrique.

Fuera de control, siguió pegando con sus puños en su desfigurada cara: “¡Por qué! ¡Por qué! ¡Contesta! ¡Ahora me vas a decir! –Sólo que nada hizo responder a Luis. Y no porque no quisiera, con el cúmulo de golpes, no solo se le fue la voz, sino el alma misma hacia el más allá.

De la ira pasó a la paranoia, tuvo miedo por no verlo reaccionar. Quiso expiar su culpa e intentó reanimar a Luis. Imposible. E hizo lo impensable.

Con una taquicardia que le invadió todo su ser, sentía que las paredes de su casa lo acusaban y alguien le gritaba: “¡Asesino!”. Pasó a envolverlo en una sábana, como pudo lo arrastró hasta subirlo en la parte trasera de su Sedan.

Ya se imaginaran, su mente lo acusaba y sentía que los vecinos ya se habían dado cuenta de su delito. La vida de Enrique cambió de un momento para otro y en ese tono hasta se olvidó que lo esperaban en la UNAM. Ahora debía esconder su pecado.

Cuando intentó echar a andar su carro todo le temblaba. Era como si alguien le hubiera arrebatado el saber manejar. Sus pies se atropellaban que no le permitían equilibrar entre el clutch  y el acelerador, solo cascabeleaba su unidad.

Su temor a ser descubierto fue lo que lo ayudó a conducir. Su mente se había vuelto un caos, un escalofrío le recorría todo el cuerpo. Las manos le sudaban y hasta llegó a sentir que si no se apuraba a llegar a su destino, Luis se levantaría y lo estrangularían.

Lleno de angustia sintió que el corazón le reventaba, aun así reviraba a la defensiva. Por más que se esforzaba en disimular, un sudor atípico le recorría por la frente.

Estaba atardeciendo cuando entró a la zona de los tiraderos en Tláhuac. Ubicó el lugar cuando años atrás antes de que construyeran la Línea 12 del Metro, recorrió la zona como voluntario en las campañas de la Cruz Roja. En su psique algo le decía que alguien podría reconocerlo. De lo que quedó de Luis, lo arrastró hasta desbarrancar su cuerpo en una zona aislada de la barranca.

En su trabajo se reportó enfermo. Con apuros regresó a casa para limpiar todo y maquillar como si nada hubiera sucedido. Pero por más que se lavaba y lavaba las manos todo le olía a Luis. Sus manos desprendían un olor como de carnicería.

Comenzó un tremendo calvario para el hermano Enrique. La depresión se apoderó de él. Sus creencias religiosas chocaron en su mente para hacer corto circuito. Llegó a sentirse más pecador que el propio Judas Iscariote.

El delito de Caín o del Rey David con Betsabé le parecían mínimos en comparación al suyo. Leyendo los evangelios a pie juntillas, a punto estuvo de cortarse las manos porque estas habían ejecutado un homicidio.

Estuvo en depresión unas semanas y nadie pudo ser capaz de levantarle el ánimo. Sus noches se volvieron de insomnio y cuando lograba conciliar el sueño se le aparecía Luis en tono amenazante. Nada lo motivaba a retomar su vida. Pensó incluso en suicidarse para ponerse en paz.

Cuando todo parecía perdido para Enrique, éste recibió una visita inesperada. Se trataba del padre provincial lasallista. Se había enterado de la crisis de Enrique y no escatimó ningún esfuerzo en ir a buscarlo. Enrique le guardaba un profundo respeto de modo que tampoco se reservó nada.

Le reveló su delito sin pudor alguno. Por fin  había escupido al demonio que lo carcomía por dentro, se había liberado. El provincial lo escuchaba con ese celo religioso de los servidores de Dios. Sus palabras fueron breves pero contundentes para expiar a Enrique de delito alguno.

−Hermano, entiendo tu dolor pero debes levantarte. Luis era un hombre frustrado. Envidiaba tu felicidad y tu estabilidad. Como tú sabes él jamás pudo hallar esa estabilidad. Cuando dejó el sacerdocio se fue con la madre Conchita, ésta lo engañó con su propio guía espiritual.

Él no robaba por dinero, sino quiso inyectar paranoia en los demás, que yo sepa hizo lo mismo con otros hermanos y sacerdotes. Lo que hiciste fue responder por los tuyos. Era tu responsabilidad. Nadie va a cuidar a los tuyos como tú.

Eres el jefe de tu hogar, si tú no lo haces ¿quién? Dime, ¿quién! Por favor: ¡Anda y levántate!”

Se hizo un silencio reverencial en el auditorio.

El obispo lo interrumpió ahora con una pregunta:

−¿Algo qué quiera comentar joven Pedro?

Se le hizo un nudo en la garganta y respondió:

−Nada su excelencia. Me quedó muy claro. Gracias.

Unos días después cuando terminó toda la efervescencia de las fiestas de Semana Santa,  en la población de Tangamandapio, Michoacán, el ya  presbítero Pedro Sánchez celebraba su cantamisa.

Investido de sacerdote meditaba aún el celo de responsabilidad del hermano Enrique. Se quedó observando la cúpula del templo y allí coincidió su mirada con la imagen del apóstol Juan. Guiñó el ojo y lo saludó con el puño y su dedo pulgar.

#PlumaLibre

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