Por Nakachi
Afrenta saldada
Nadie escoge la cuna ni mucho menos el lugar donde le toca nacer, al menos yo no. Me tocó ver la luz en el barrio de Analco. Desde tiempos prehispánicos este barrio se ha distinguido por el temperamento de su gente. Nuestros abuelos hicieron fama de valientes, mechacortas, casanovas, futbolistas, bailarines y esto tiene sus ventajas.
La pobreza nos unió para hacer asociación con los demás, esto marcaría la vida de la chamaquiza, pues nos hicimos una familia. Si los tres mosqueteros de Dumas fueron todos para uno y uno para todos; nosotros fuimos de muchos, uno solo.
Nuestros viejos nos legaron dos pasatiempos: el fútbol y el baile de los huehues. Teníamos por seguro que queríamos ser parte de una cuadrilla de danzantes huehues. Ambas prácticas siempre son un ritual.
El protocolo es el siguiente: cumplidos los seis años, pasas a formar parte de las filas del Analco. La cascarita la jugábamos diario en la cancha del hoyo, ese lugar que improvisamos debajo de la zona federal donde corren los cables de la termoeléctrica. Después podías ingresar a la cuadrilla de huehues, “Analco la 5”. Que tenga memoria, nadie ha hecho las cosas al revés.
Si la naturaleza no me agració con dos piernas sanas para ser buen pambolero, por absurdo que parezca, esta limitación me permitió ser el mejor danzante de mi cuadrilla. Mi pata coja me hacía flexionar y dar saltos espectaculares. Un bailarín sano no puede maniobrar de ese modo. Eso me hizo famoso, fue lo que atrapó la atención de la Zoyla. Hasta que se fue de mí. De este modo quedaba vinculado en nuestras vidas el fútbol y el baile, hasta que la muerte nos separe.
Durante todo el año nos preparamos para llegada la Cuaresma y hasta el Domingo de Ramos poder presumir en las calles de Tlaxcala todo lo ensayado en el año.
Todo parecía marchar en su normalidad. Vinieron a romper el orden dos sucesos; mi amigo de toda la vida el “Pecas” me lo dijo: “Yo la vi con mis ojos cabrón, anda con él. Después de cada partido se van juntos, quién sabe a dónde… Ya no te hagas pendejo. Grábatelo bien, ella ya es de él…”
Las palabras del Pecas se inocularon en mi mente. Me atormentaban todos los días. Cómo podía haber sido tan culera en cambiarme por él. Supuse que me tuvo lástima y que se había deslumbrado por el “Boyo”. Al menos su figura gigantesca imponía. Y es que el güey sí fue bendecido con una figura atlética y en el terreno de juego siempre se hacía presente marcando goles. No en vano era el nueve del equipo. Ya saben, las viejas siempre quedan apantalladas con la estrellita del equipo.
Lo segundo fue que por un chismoso el Pecas se había enterado que a su madre, unos años atrás la habían violado detrás de los campos de fútbol. Había quedado embarazada pero cuando el niño nació, a los pocos días su mamá lo entregó al DIF, argumentando falta de solvencia económica para mantenerlo. Jamás volvió a saber de su hermano y su mamá cerró la boca como si se la hubieran soldado. Cuando supo la noticia, a mi amigo le pegó muchísimo. Se tiró al vicio dizque que para olvidar la afrenta. Le habían dado en una sola jugada, dos testarazos: violado a su madre y arrebatado un hermanito.
La vida continúa. Esa temporada de Cuaresma, llevábamos tres días sin parar de bailar. Ese domingo cerramos en la Xicotencatl, colonia al sur de la ciudad.
Por un momento nos sentíamos unas verdaderas estrellas. Y es que cuando el cuerpo comenzaba a cansarse, la parafernalia, los aplausos, las miradas de la multitud se vuelven un incentivo que te hace sacar fuerzas de flaqueza.
Todo estaba en su justo equilibrio: el vestido de catrín representando la lujuria, yo en el papel estelar de huehuetzin con mi gasne color blanco, mi máscara, mi capa; el cohetero, el del látigo, el del sonido, el resto de la cuadrilla dando lo mejor de sí, el Boyo en su papel de diablo lucía magistral, era el propio chamuco encarnado, le salía tan natural. La gente estaba postrada a nuestros pies. Estaban todos como en trance, viendo nuestra ejecución perfecta; estaba seguro que si les hubiéramos pedido que se bajaran los calzones, lo harían sin dudar.
En la algarabía se escuchó el crujir de unas detonaciones siniestras que hicieron que recorriera en el escenario un olor a muerte. De repente el cuerpo del Boyo cayó bañado en sangre. En el alboroto comenzaron a correr como persiguiendo a alguien; “¡Se fueron por allá los hijos de la chingada…; son tres…, se subieron en esa troca…!”
Por más que los perseguimos, no los alcanzamos.
Regresé y allí estaba el Boyo desangrándose de un costado y de las piernas. Esperamos la llegada de la ambulancia. Algo me decía que estaba a punto de irse y lo demás era parte de algo protocolario. Lo cual así fue. Murió en la ambulancia, ni siquiera llegaron al hospital cuando dejó de dar signos vitales.
El golpe fue letal no solo para la cuadrilla, sino para el barrio de Analco. Ya se imaginarán la sarta de especulaciones, chismes, habladurías cuando pasa algo así. Se desconfía de todos y de nadie, desde el: “A mí se me hace que andaba en malos pasos; yo últimamente lo veía sospechoso; huele a crimen pasional; yo digo que andaba con la maña… pa´ mí que fueron esos pinches usureros colombianos de las motociclistas los que se lo echaron…”
Que yo supiera el Boyo tenía un enemigo, y ese era yo por haberme bajado a la Zoyla. Pero nada más. Todo era tan extraño. Por un momento temí que me echarán el muerto a mí.
El día del sepelio fue dramático. Más cuando el hijo del Boyo de tan solo seis años llegó a despedirse de su papá. Fue vestido de huehue con todo y capa, sosteniendo entre sus manos la máscara que su padre había llevado durante veintiún años, simbolizando la continuidad y el paso de estafeta de la tradición.
Cumplido este sello, toda la cuadrilla volvió a bailar para el difunto. El momento fue conmovedor, no pude contener mi llanto. A lo lejos vi a la Zoyla y hasta sentí compasión por ella. Comprobé que ya solo era un recuerdo. Así de extraño y frío es el amor en ocasiones.
Durante el novenario hubo un luto solemne de todos en Analco. Por respeto al Boyo dejamos de grifear, tomar chelas y de robar transeúntes. Lo inaudito: ni los regaños de nuestros abuelos, ni las amenazas de nuestras madres habían hecho que rezáramos. La muerte del Boyo, sí.
El único que parecía ajeno a todo y estaba como si nada, era el Pecas. No podía creer que se pudiera mantener al margen. O que dejara de asistir a los rezos. Estuve midiendo la oportunidad de hablar con él. Ésta me llegó unas horas después de que levantaran la Cruz.
–Pinche Pecas eres un culero, ¿dónde te has metido todos estos días? Todos pregunte y pregunte por ti. El Boyo nunca te hubiera dejado morir solo. Y si tú fueras el muerto, él seguro estaría acompañándote –cuando le terminé de increpar estas palabras, sentí al Pecas descuadrarse–; de momento comenzó a llorar, cabizbajo y evitándome la mirada…
–Yo fui el que lo mandó matar, cabrón… Le pagué a unos halcones para que se lo echarán. No chillo de arrepentimiento, lloro por mi hermanito que no sé qué fin vaya a tener. Del Boyo que bueno que ya se fue a chingar a su madre. No me condenes, solo necesito revelarte la verdad para que no se sospeche de nadie: el niño del Boyo es mi hermano, cuando la violó ese bato, mi madre no lo quiso abortar, cuando nació se lo entregó al Boyo… ya está saldada la afrenta.