NOSOTROS, LOS LÓPEZ | ABOGADO NAKACHI

03/12/2025
- 👉 “Tres siglos, tres caudillos, un mismo veneno: la soberbia que confunde patria con ego.”
Nosotros, los López

Hay momentos en que la historia de México parece jugar al déjà vu: los mismos vicios, los mismos aires mesiánicos, solo que con otros apellidos y nuevas escenografías. Ahora que “apareció” el embustero con un libro que pretende ser revelación y testamento, es imposible no mirar hacia atrás, hacia aquel viejo fantasma del siglo XIX: Antonio López de Santa Anna. Dos siglos de distancia, sí, pero el mismo tufo del caudillo que confunde su voluntad con el destino de la patria.
Santa Anna trató al país como un teatro personal. Entraba y salía del poder como actor de temporada, según sus humores, sus derrotas o el ruido de las bandas de guerra que él mismo mandaba traer. Le encantaba la épica, incluso cuando la escribía a conveniencia. Se creyó indispensable. Y cuando un hombre se juzga indispensable, convierte al país en prescindible. Murió olvidado, repudiado y atrapado en el eco de su propio mito.
Hoy reaparece otro López, el embustero contemporáneo que padece el mal del hubris y se alimenta de la parafernalia del poder. Un hombre cuya fuerza política no nació de las instituciones, sino de un relato: el líder incorruptible frente al monstruo corrupto, el guía moral que escucha al pueblo y levanta velos que nadie más ve. El problema con los mitos vivientes es que acaban por escucharse solo a sí mismos. La voz del pueblo se reduce al eco de su propia soberbia.
“Cuando un hombre se juzga indispensable, convierte al país en prescindible.”
“La historia no se repite, pero rima. Y hoy la rima es demasiado parecida.”
“No más salvadores. Más memoria. Más ciudadanía. Más país.”

Ambos comparten la misma enfermedad: gobernar desde la certeza absoluta. Santa Anna confió tanto en su intuición que perdió medio país. El embustero confía tanto en su versión del mundo que lo reduce todo a lealtad o traición, como si México fuera una asamblea eterna donde él dicta la última palabra. Y cuando habla, inocula su veneno sin pudor, como una serpiente convencida de que su ponzoña es medicina.
Ayer Santa Anna anunciaba proclamas; hoy su “Alteza Serenísima” anuncia libros. Ambos convencidos de que la historia les aplaudirá. Ambos empeñados en prolongar su sombra a fuerza de discursos, aunque el país ya esté exhausto de iluminados.

Porque el caudillo —esa fiebre mexicana que regresa cada tanto— no delega: reparte favores. No construye instituciones: fabrica fidelidades. No escucha críticas: fabrica enemigos. Y en ese estrecho territorio nacen los caciques, hombres que confunden seguidores con contrapesos.
México siempre paga caro estas devociones por el líder fuerte. Santa Anna dejó improvisación, pérdidas y pleitos interminables. El engañabobos nos dejó un país dividido, atrapado entre la nostalgia y la polarización, en manos de los criminales, sin democracia y Estado de Derecho, y un huecote de huachicol fiscal. La historia no se repite, pero rima, y hoy la rima es demasiado parecida.
Al final, ambos se ven como héroes de epopeya cuando México necesita lo contrario: alguien que deje de contarse cuentos y empiece a construir instituciones. No más salvadores. Más memoria. Más ciudadanía. Más país.
El libro de “Su Alteza Serenísima del Siglo XXI” no será la última palabra, como tampoco lo fue la pierna sepultada con honores de Santa Anna. Las palabras inflan, pero los hechos terminan dictando. Y ahí, en la distancia, se distinguen mejor: líderes que creyeron que México era su espejo, o simples hombres incapaces de comprender que la nación siempre es más grande que su ego.
📖 Huroneo

Hay un hilo que amarra a estos caudillos más allá del tiempo: el cinismo con el que se asumieron imprescindibles. Santa Anna terminó viejo, aislado, encerrado en Manga de Clavo, una jaula de oro donde solo él veía grandeza. El embustero avanza hacia un retiro semejante, rodeado de fieles en La Chingada, cada día más solo, convencido de que su palabra basta para explicar al país.
Y si uno afina el paralelismo, aparece otro López: José López Portillo, el presidente que lloró por “defender al peso como un perro”, el mismo que recibió un país quebrado, pero con el milagro petrolero, de la noche a la mañana, en la embriaguez, “exhortó a la nación a que aprendiéramos a administrar la abundancia”; acabó con un país quebrado, reteharta corrupción y arrepentimientos falsos.
Tres vidas marcadas por la misma sombra, hombres taimados, seguros de su misión, pero tóxicos para la nación que juraron salvar. El poder los llenó; el tiempo los vació. Y al final solo quedó el retrato cruel de su autosuficiencia.
El caudillo del XIX, el engañabobos del XX y el embustero del XXI se encuentran, por fin, en el sitio que la historia reserva para los mitómanos: el rincón del olvido, donde la soberbia se pudre sola y donde ningún López logra engañar al tiempo.




